¡Lunes de Cuentos!
¡Tarde pero seguro!
RESPLANDOR
Resplandecía
al despuntar el alba. El brillo dorado del sol se reflejaba en los pequeños
crustáceos que comenzaban su faena diaria. La espuma del gélido mar completaba
la escena matutina. Jack se encontraba confundido. Los ojos le ardían, como si
la sal de océano bañara su rostro. Su mirada yacía extraviada en el trémulo
amanecer, agobiada; llevaba el peso de mil vidas sobre su alma.
“Una vez más
aquí”; su mente zozobraba decepcionada. Nuevamente la vida lo invadía, en tanto
le costaba recordar sus experiencias pasadas. Estaba convencido de ello; no era
la primera vez que respiraba, aunque todo en su ser se experimentaba “nuevo”.
Se dio a la tarea de comprobar, uno a uno, el funcionamiento de cada parte de
su cuerpo. Todo parecía estar inevitablemente en su lugar; inclusive su
procesador central se encontraba intacto. Poco a poco fue enojándose consigo
mismo. No quería estar allí; no hubiera querido sobrevivir. ¿Por qué entonces
seguía en servicio? No lo comprendía.
Su hora había
llegado aquella primavera, la última que recordaba. Era una rutina que ya lo
aburría sobremanera. Sus partes mecánicas se oxidaban con el paso del tiempo,
sus fluidos corporales se solidificaban, y llegaba el momento de cambiar de
cuerpo. La raza humana como tal se había extinguido; no recordaba hace cuánto
ya, simples ecos quedaban en su consciente. Rememoraba dejos de un pasado
orgánico que, como briza veraniega, alegraba su alma; al tiempo que lo
entristecía no poder escuchar las risas de los niños traviesos jugando al atardecer;
los aullidos de los lobos a la luz de la luna creciente; los crujidos de las
hojas secas en otoño. Poco quedaba de aquel mundo en el que el hombre orgánico
habitó, del cual él no formaba parte. Sólo la vida de los océanos comenzaba
a curarse, ya cuando los pocos despojos de la humanidad caminaban en forma de
intrincados mecanismos autónomos. Él mismo era el fiel reflejo, vestigio de una
civilización que logró lo imposible por no perecer.
Además de ser uno de los
pocos que aún sobrevivían.
Muchos
humanos se “transformaron”, como él, en los tiempos de la peste; para evitar
ser devorados por la plaga que consumió el planeta. Debían mutar hacia algo que
no necesitara ser alimentado, que no precisara respirar; que no fuera orgánico.
Así transportaron almas humanas a esqueletos de acero y magnesio; a músculos de
polipropileno y elastano; a nervios de fibra óptica y a cerebros de
microprocesadores y transistores. Pero los primeros cuerpos eran defectuosos,
poco prácticos; por lo que simplemente fueron una prueba muy cara. Los humanos
que no murieron con las pestes fallecieron en la transición. Muchos se
resistieron al cambio, sus almas rechazaban sus mecánicos componentes. Otros
enloquecieron dentro del sistema binario de sus procesadores rudimentarios.
Los pocos que
sobrevivieron crearon contenedores más aptos, cuerpos con funciones más
humanas, mezclas de componentes orgánicos. Pero fueron éstos últimos los que se
deterioraron más rápido, no conseguían mantener vivas a las células. Se
necesitaron más de quinientos años para perfeccionar los contenedores de almas
que Jack conocía. Él fue uno de los afortunados, o eso creyó por muchos siglos.
Hoy, en retrospectiva, no le agradaba esa idea; pertenecer al grupo selecto que
tuvo la capacidad de adaptarse, cambio tras cambio, al entorno hostil y a las
modificaciones necesarias para sobrevivir.
A lo largo de
sus muchas vidas atestiguó la caída misma del mundo. Las arenas de la
desolación cubrieron con su niebla a todas las ciudades del mundo. Los “humanoides”, reinventados con despojos tecnológicos, debieron buscar abrigo subterráneo por
décadas. Luego, de a poco, la naturaleza se encargó de ir curando el planeta.
Comenzó por los océanos, por lo que creían le seguiría la tierra. Pero ahí se
detuvo. Por más de dos siglos nada más cambió. El mundo era un inmenso desierto
árido, sin un ápice de vida orgánica sobre él. Sólo el océano y sus criaturas sobrevivía,
y las pocas que las hay en medio, en las orillas de éste; pululando entre las
aguas y los microscópicos desechos de piedra.
Jack estaba
cansado, mil vidas cargando sobre sus espaldas y, aquella mañana, simplemente
deseaba dejar de funcionar. Por un momento se creyó muerto, sus cansados ojos
se cerraron lentamente al abrigo de la brisa marina. Se soñó feliz, flotando sobre
un prado verde. Ya había decidido desconectar su fuente de energía. Su idea no
era complicada, debería de haber funcionado. “¿Por qué no estaba muerto?”,
aquella pregunta daba vueltas dentro de su cabeza, cómo un trompo en movimiento
perpetuo. Tan absorto se encontraba en sus pensamientos que no se percató de
nada; no estaba solo. Una mano se posó en su metálico hombro, situación que lo
sobresaltó. Décadas pasaron desde su último contacto con alguien pensante, por
ello su reacción.
Se incorporó
de un salto, sus irritados ojos no divisaban más que una silueta oscura erguida
frente a la radiante aurora. Los cerró con fuerza, intentando despejar su
mirada y enfocar la imagen. Aquella sombra irradiaba una hermosa luz
fluorescente, mientras se alejaba veloz y risueña. Jack la siguió, escalando la
duna de arena hasta el otro lado, trastabillando al llegar a la sima, rodando
hasta caer en el llano lejos del alba y del mar. Con el rostro lleno de arena
trató de incorporarse, pero no pudo. Sus piernas ya no le respondieron; estaban
tan viejas y gastadas que no soportaron la caída. Confundido se desesperó; hace
un rato hubiera querido morir, pero ahora necesitaba conocer la identidad de
aquella silueta. Se acomodó como pudo en el suelo, a pesar de la sensación
extraña que causaba la textura de éste en sus débiles terminales nerviosas. No
reconoció el césped bajo su cuerpo, sólo le interesaba conocer la identidad de
aquella sombra. Tampoco reparó en el cielo, de un refulgente color ámbar, con
la silueta de dos soles irrumpiendo en el cielo matutino. Tampoco había llamado
su atención el color de las aguas; un violeta profundo e imposible para lo que
él estaba acostumbrado.
Jamás en mil
vidas había visto cosa semejante. ¿Pudo cambiar la tierra de esa manera?; ¿Tanto
tiempo se había quedado “dormido”?. Entre esas preguntas y la desesperación se fue
quedando sin energías, apagándose lentamente. Lo último que vio fue a una niña
de largos cabellos morados, delgada y de piel azul; que le gritaba a un grupo
de largas sombras: -¡Se rompió, papá; los has traído roto!-
Lo último que
escuchó fue una voz grave: -¡No hay nada que hacer, era lo último que quedaba
del tercer planeta del sistema solar!- Y sus ojos se cerraron para siempre.
FIN
L.K.Rodriguez