Por Fin "¡El Cuento de los Viernes!"
Aunque un poco tarde, no podía faltar el cuento del viernes, a pesar de que técnicamente ya es Sábado en este rincón del cosmos. ¡Espero lo disfruten!
"Esperanza"
El manto negro de la noche profunda cobijaba sus almas,
meciéndolas en la total incertidumbre. Se sentían a salvo en sus brazos, al
tiempo que su vista se perdía en la espesa oscuridad. Nocturnidad eterna; era
el nombre que le daban a su era. Una época de tristeza y soledad.
Sus vidas no eran sencillas, pero no conocían otra forma de
existencia. Nacieron en las tinieblas, las sombras eran parte de ellos.
Conocían el sol por historias; relatos de los ancianos que, a la luz de unas
temerosas hogueras, narraban épocas de cielos celestes, comida dorada, tierras
fértiles y verdes, luminosos puntos en el firmamento nocturno y, en el diurno,
una enorme bola de fuego que otorgaba calor; el motor de la abundancia en
tiempos pasados.
Jael no conoció el día. Nunca había visto al sol, las
estrellas o el apetecible maíz. La tierra de su era estaba estéril, seca, vacía.
El cielo de su existencia; negro, siniestro, cubierto de nubes tóxicas. Los
nombres de las variedades de animales escapaban de su mente, no podía
retenerlos ya que no reconocía imagen alguna dentro de las perdidas palabras,
aquellas que hacían ecos en las gastadas gargantas de los pocos ancianos que
quedaban.
Ellos eran un grupo, de los pocos que aún habitaban ese
desolado paraje, paisaje de la devastación que presenciaron sólo los mayores. Les
narraron muchas veces la historia de cuando la civilización humana colapsó. Los
recursos naturales se agotaron poco a poco y, a pesar de las advertencias de
muchos grupos de personas, las naciones nada hicieron. El planeta se
superpobló, la comida y el agua escasearon, y la gente comenzó a pelear. A ello
se le sumó el calentamiento global. No se tomaron medidas sustentables para el desarrollo
y el respeto por la madre tierra y, lo inevitable, sucedió: el mundo entero se
trenzó en una batalla épica. Las potencias mundiales comenzaron su lucha por
acaparar los pocos recursos que quedaban.
Los ancianos no recuerdan quién fue el primero, pero sí mencionan
la angustia que sintieron cuando de pronto se borraron del planeta a cientos de
ciudades. Las bombas atómicas devastaron medio planeta y sumieron en una noche
radioactiva a la otra mitad. Dos clases de personas se salvaron: las que
lograron, lejos de las urbes, guarecerse al abrigo de la distancia dentro de
las montañas, y las que padecieron el fragor del fuego atómico dentro de
refugios supuestamente aptos.
Jael pertenecía a la descendencia del primer grupo. Aquel
que salvó lo que pudo de la naturaleza, ese que a fuerza de esperanza, y ganas
de sobrevivir, logró cosechar en las sombras, al abrigo del interior de las
montañas. Pero la vida que Jael conocía estaba por desaparecer. Porque por más
dura que fuera, amaba su vida. Sin
embargo, estaba amenazada. Constantemente se mantenían en vigilia, expectantes,
con terror por el enemigo que no lograban ver, pero que sabían estaba allí. Gente
perteneciente al segundo grupo de sobrevivientes, si es que califican como
gente; deformes humanoides sin razón, carentes de alma; animales salvajes
desesperados por devorar lo que sea y a quién sea; los Nocturnantes. Bestias
que, al abrigo de la oscuridad eterna, arrasaban con tribus enteras. Con el
paso de los años agotaron lo poco que se podía ingerir de sus guaridas
antibombas y se aventuraron al invierno radiactivo. Mutaron año tras año hasta convertirse
en una masa amorfa de dientes y mal carácter, sedientas de sangre. Hambrientas
de carne se alejaron más, y más, de sus guaridas, dejando atrás las decadentes
urbes y acercándose a las zonas montañosas dónde Jael y sus ancestros
encontraron refugio.
Los jóvenes carecían de noción de tiempo, sin embargo los
mayores aseguraban que habían pasado más de setecientos años de la catástrofe
que sumió al planeta en las tinieblas. Y la situación no mejoraba; más bien
todo lo contrario. Así que decidieron entrenar a las nuevas generaciones para
que fueran capaces de defender lo poco que quedaba de su estilo de vida. Jael
formaba parte de uno de los escuadrones más jóvenes. Él mismo no superaba los
trece inviernos, aunque las marcas en su rostro mostraran lo contrario.
Nuevamente de guardia, con la vista clavada en la oscuridad,
forzando sus agotados ojos para reconocer algún indicio de peligro, para vislumbrar
la mirada de la bestia; para detener a otro nocturnante. Estaba acostumbrado,
había asesinado a cientos de ellos; tantos que ya era incapaz de contarlos; y,
a su vez, siempre andaba frustrado, enojado, reticente a volver a realizar el
trabajo para el que lo habían entrenado, para el cual era muy bueno. “El mejor
guerrero de su generación” repetía siempre en anciano Morty, de unos cincuenta
y dos años. A Jael no le gustaba ese título, no lo quería. Odiaba matar a un
ser vivo. No le importaba si era un nocturnante o su cena, le desagradaba
sobremanera dejar de oír una respiración. Con cada falta de aliento el mundo estaba
más muerto, más desierto; no lo soportaba.
Inmerso en sus pensamientos no reparó en el susurro del
viento, el olor pútrido que llegó hasta sus fosas nasales; no, hasta que fue tarde.
Su brazo se incendió. Le ardía de tal manera que se sentía quemar. El golpe
mismo lo noqueó, dejándolo desparramado en el fango, desorientado completamente.
Por suerte reaccionó y, con un movimiento ágil de su brazo izquierdo, pudo
desmembrar a la bestia; por lo que ésta retrocedió, sin antes arrancarle de un
mordisco su oreja derecha. Fue Matcha quien arrastró a Jael hasta la cueva y,
agotado, lo dejó reposando a las puertas de ésta para correr al interior en
busca de ayuda. Sólo ellos lograron escapar ese día.
Mientras observaba a Matcha adentrándose a la cueva, se
desmayó. O eso creyó.
Los ojos le dolieron, no estaba acostumbrado a tanta luz.
Una lumbre clara y cálida lo cubría todo. El resplandor no lo dejaba enfocar su
vista con claridad. Tardó varios minutos en despejar su mirada de aquella luz
cegadora, al tiempo que no se explicaba cómo había terminado allí. Supuso un
seguro desmayo seguido de alucinaciones, por el tormento que el dolor de las
heridas le infringía. Lo extraño era que no sentía pesar o dolencia alguna.
Miró su brazo derecho y, con asombro, se percató de que
estaba indemne, sin un rasguño. De inmediato su mano tanteó la oreja faltante.
Para su desconcierto, la oreja estaba en su lugar. Observó nuevamente a su alrededor
y fue testigo de una escena de ficción, parida directamente de las historias de
un anciano; un prado verde, un cielo celeste, un sol radiante, mazorcas doradas
brotando de la tierra en la que él estaba sentado, recostado sobre un tronco, a
la sombra parcial de un inmenso árbol rebosante de vida.
Le costó incorporarse. Se sentía tal y cómo cuando dejas de
moverte horas enteras; las articulaciones entumecidas y adoloridas; pero se
levantó y comenzó a transitar despacio por entre los altos pastizales. Tocaba
los pastos con sus manos, saboreando con sus dedos la sensación que le producía
aquel verde follaje. Llenó de renovado aire limpio sus enfermos pulmones, hasta
que le dolió. Aquella exquisita pureza lo fascinaba, a la vez que lastimaba su
castigado cuerpo. Caminó así largo rato, hasta que los pastos sólo le cubrieron los pies, adentrándose a un
claro de bajas hierbas y hermosas florecillas silvestres. ¡Sabía que eran
flores, las había imaginado tanto! Carcajeó al ver que aquellos delicados capullitos
blancos se prendían a sus aún embarradas botas, cubriendo casi por completo la superficie
fangosa de su calzado.
Un susurro lo extrajo de su absorto, una melodiosa
entonación, proveniente de un coro de dulces niñas que danzaban en ronda frente
a él. Sus cabellos rubios y sus largos vestidos, de un inmaculado blanco,
ondeaban al son de sus finos acordes. Las observó embelesado; su canto era casi
hipnótico; hasta que cesó. Las bellas criaturas lo observaron con benevolente
mirada. Sólo una se acercó a él. Traía un ramo de pimpollos blancos en su mano.
Con una sonrisa tierna le tendió su mano, y así lo acompaño nuevamente al
abrigo del gran árbol. Lo invitó a recostarse y, depositando un cariñoso beso
en su mejilla, le entregó uno de los pimpollos para retroceder y perderse entre
la hierba. Él no se resistió.
Jael no recuerda lo que la niña le susurró al oído. Lo
siguiente que llega a su mente es el dolor desgarrador de la batalla perdida.
El ardor en el brazo desgarrado, la laceración de su oreja y su garganta. Unas
lágrimas comenzaron a brotas de sus agotados ojos azules. Un sueño, un simple
sueño producto del delirio y el dolor. Su vida se encontraba al filo del
abismo, sin embargo a él sólo le preocupaba una cosa, que jamás vería
materializado su sueño. Por primera vez en su corta existencia se quería morir.
Estaba todo dado, todo dicho. Simplemente tenía que arrastrarse en la
oscuridad, en dirección al desfiladero. No lo veía, pero la certeza de su
ubicación lo guiaría.
Se encontraba a punto de cumplir con su cometido cuando un
fulgor lo distrajo, proveniente del interior de la cueva. Giró levemente para
observar aquel resplandor y recién allí las vio: millones de florecillas
blancas adheridas al fango de sus botas…
Matcha lo encontró, su grito desgarrador inundó las sombras.
Había llegado tarde. Jael yacía contra el árbol, desangrado. Una enorme sonrisa
poblaba su pacífico rostro. Los otros lo alzaron para llevarlo al interior,
para honrarlo y sepultarlo; pero su brazo se deslizó y su mano quedó colgando, dejando
caer un pequeño y delicado capullo blanco.
Aún hoy Matcha conserva aquel tesoro y recuerda a su amigo
en las historias que cuenta a los jóvenes, al abrigo de la fogata, en medio del
incipiente bosque; a la luz de la primera estrella de la nueva era.
FIN