¡Lunes de Cuento!
Llegó el Lunes, y con él el cuento de hoy. Espero que les guste.
Carrusel
La luz de la luminaria parpadeaba incesantemente, en aquel
oscuro rincón del parque; mientras los sonidos del frío otoño colmaban mis
sentidos de sensaciones extrañas. Estaba preso del insomnio y supuse,
erróneamente, que admirar el paisaje nocturno por el ventanal de mi living;
aquel que da al frondoso parque; me traería paz.
Los minutos se agolparon en mi cansado cuerpo hasta convertirse
en horas, al aguardo del ansiado sueño reparador. Mi día había transcurrido aburrido
e inconstante, como siempre lo hacía. Las tareas de la oficina agobiaban mi
mente sin representar absolutamente nada en mi vida. Sumaban tortuoso desgaste
y tiempo perdido, por lo que la nocturnidad traía a mí ideas del incontable
desperdicio de tiempo que aquella aburrida existencia suponía. Más al otro día,
con el cansancio de la vigilia a cuestas, todo transcurría inmutable, trasladándome
hacia la nueva disertación en el desvelo absoluto. Había subido a un carrusel
y, sin principio ni final, transitaba en círculos concéntricos de forma
infinita.
Aquella noche llegué a una conclusión inevitable; mi vida
era un asco.
En tanto desconocía la manera de cambiarla, fijé mi mirada en la
farola titilante. Mi concentración se posó en la pulsante luz, que parecía
seguir el latido de mi abatido corazón. Perdí la cuenta de las horas que su
rítmico parpadeo me hipnotizó, hasta que mi trance fue interrumpido por una
muchacha que trataba de abrigarse con su tenue e inconstante luz. La observé
detenidamente; sus abundantes cabellos de color rojo fuego dominaban su esbelta
figura. Sus ropas, demasiado escasas y etéreas, ondeaban caprichosas con la
brisa nocturna. Sus pies descalzos se mecían, uno contra otro, frotándose en la
búsqueda de una pizca de calor. Su piel, de un blanco lechoso, tiritaba trémula
al abrigo de la noche. Sostenía su rostro con ambas manos y parecía sollozar.
Me conmovió, llenando mi voluntad de una urgente necesidad de auxiliarla.
No debería haber salido; ahora lo sé. Sin embargo, lo hice.
Tomé mi abrigo y me vestí con él por sobre el pijama y, en pantuflas, descendí
por el ascensor del edificio hasta el hall de entrada, abalanzándome hacia el
exterior con una firme intención de brindarle contención. El trayecto lo
recorrí con la vista al suelo, rumeando las palabras que le pronunciaría para
no asustarla y que no me creyera un pervertido. Inmerso cómo estaba en mis
pensamientos no pude ver lo sucedido, sólo oír un fuerte rugido y sus gritos;
sonidos de una mujer aterrada que desgarraron mi alma. Cuando alcé mi mirada
ella ya no se encontraba.
Me desesperé. Corrí, raudo, hacia el farol de la plaza.
Las hojas resecas de otoño circundaban el pie de la luminaria, vestigios de
sangre las manchaban; sin embargo, la dama no estaba allí. Recorrí con la
mirada el lugar, atormentado con la idea de un cruel final. La busqué en los alrededores, en los rincones más oscuros del parque, sin reparar
en que posiblemente yo también corriera un peligro de muerte. Las insipientes
nubes invernales cubrían a la gloriosa luna llena, por lo que el farol era mi
única compañía en la infructuosa búsqueda.
No logré hallarla. Pensé telefonear a la policía; pero ¿qué
les diría? ¡Me creerían loco! ¿Habría sido una visión producto del agobio y el
insomnio? Y, frustrado, regresé a mi departamento; aún más desvelado que antes,
masticando los sucesos; queriendo, desesperado, encontrarles explicación.
Colgué mi abrigo al lado del impermeable marrón hecho
girones. ¿Cuándo sucedió aquel atropello a la pobre prenda? No lo recordaba, mi
mente zozobraba sin control. Eché el cerrojo, decidido a tomar un par de
pastillas para conciliar el sueño, y regresar al tedioso carrusel de mi vida, cuando la vi. Allí estaba, erguida en la mitad de mi sala; la misma actitud, la
misma vestimenta, el mismo rostro cubierto por sus delicadas manos. Quise
hablarle, pero la luz de la luna llena me ganó. Ingresó por el ventanal de la
estancia, aquella con vista al titilante farol del parque. Mientras la luna
bañaba a la diáfana silueta, un dolor insoportable se apoderaba de todo mi ser, al
tiempo que las manos abandonaban su rostro para revelar cicatrices horrendas de
zarpazos recientes.
Su boca se abrió para dejar escapar un alarido desgarrador, en tanto todo mi cuerpo transmutaba en una horrenda criatura.
El carrusel no parecía tan
malo después de todo.
FIN
L.K.Rodriguez