¡Lunes de Cuentos!
Un nuevo Lunes merece un nuevo cuento. ¡Disfruten, comenten y compartan!
CORAZÓN
“El tiempo cura todas las heridas” decía mi abuela; sin
embargo mucho había transcurrido ya y mi corazón continuaba roto, vacío,
agujereado; perdiendo, a cada minuto, las esperanzas de mejorar algún día. La
vida no había sido nunca amable conmigo; ¿Por qué la muerte lo sería entonces?
Si, exacto, estoy muerto, frío, duro como una tabla;
enterrado a tres metros y medio del verde césped, junto a mí madre, a la sombra
de la higuera del jardín trasero de la casa de mi familia. Sobre mi tumba reza
una bella inscripción; “Amado hijo y esposo, tu bondad perdurará por siempre.
Nunca te olvidaremos”
Aunque en retrospectiva no era bondad lo que dominaba mi
existir, más bien una mezcla de estupidez y de confianza ciega hacia el otro.
Bajo aquellas circunstancias por supuesto que no vi venir, ni en un millón de
años, lo que me deparaba al desposar a tan bella criatura.
Nací un invierno de 1815, en la península ibérica. Hijo de
acaudalados comerciantes, mi vida giraba alrededor de lujos, sirvientes y
placeres extravagantes. Poco importaba lo que la gente opinara. Mi arrogancia
me impulsaba, lo que me hizo egocéntrico, crédulo e imbécil.
Supuse que había tocado el cielo con las manos cuando la
conocí; una bella doncella del sur de Madrid. Sus ojos color avellana inundaban
mi corazón de una calidez infinita. Mi madre se opuso a nuestra unión,
desconfiando de las intenciones de la joven y; para no perder la costumbre; la
desoí descaradamente. No fue hasta varias semanas posteriores a que mi madre
enfermara de una condición muy extraña, que comencé a sospechar.
Mi esposa llevaba varios días inquieta, preocupada por mi
salud sin motivo aparente alguno. Tanto llegó a alarmarme que un día decidí
seguirla. Lo recuerdo bien; era un Martes de lo más oscuro y gris. La furia del dios del trueno azotaba las nubes, amenazando con azotar al valle con todo el poder de su acuoso
contenido. Atribuí mi sensación de indisposición a las condiciones climáticas y
proseguí con mi marcha. Al resguardo de las sombras la seguí; al abrigo del
atavío del sirviente la perseguí; a hurtadillas entre la gente del bazar la
alcancé. Vislumbré a mi amada ingresar a un establecimiento de mala muerte y
poca virtud, y me desesperé. Como un tonto estaba preocupado por su integridad.
Ni bien traspasé el umbral de la puerta la escena me descompuso; mi esposa, mi
única razón de ser, en los brazos de un asqueroso teniente de la armada de su
majestad.
Quise molerlo a golpes, deseé poseer el valor para retarlo a
un duelo, la fuerza para superarlo en la batalla; pero el umbral de la puerta
de entrada de aquella mugrosa taberna fue testigo mudo de mi inevitable caída.
Las piernas se me aflojaron, las fuerzas me abandonaron; un calor insoportable
recorrió todo mi cuerpo que se precipitó hacia el suelo rompiendo, con mi
testa, una silla mal estacionada. Con mi ante último aliento la vi, mi amada
reía a carcajadas. Con mi último suspiro lo escuché, “viste querida que el
veneno no tardaría en surtir su efecto, igual que su madre”.
Así acabé aquí, en un cubículo húmedo y escalofriante, de
ochenta centímetros de ancho por dos metros de largo. Mi carne se pudre, mis
huesos se licúan, mi mente se pierde dentro de mi descompuesto cerebro y mi
corazón agujereado sirve de albergue para cientos de gusanos. Y aun así la
lloro; la extraño; la añoro.
¡Qué estúpido, estúpido corazón!
FIN
L.K.Rodriguez