Lunes de cuento




Interrupciones 

Los incesantes golpes la obligaron a despertar. “¿Quién, o qué, poseía la urgencia de ser atendido?”, se preguntó mientras transitaba escaleras abajo ciñendo a su cintura el rosado cinturón del gastado deshabillé. El sonido de sus ligeros piececitos retumbaba en toda la extensión del oscuro hueco de la escalera principal, sólo interrumpido por los azotes que, desde el exterior, un desconocido le propinaba a la enorme puerta de roble oscuro de la suntuosa propiedad del barrio de Barracas.
Mientras se movía fácilmente hacia el recibidor, sus dedos se deslizaban por el suntuoso y añejo barandal, y su mente repasaba con satisfacción su pasado. Poseía una buena vida, un buen matrimonio, una buena carrera de abogada, hermoso ye exitosos hijos ya crecidos; hasta el futuro de sus nietos sería prometedor. No le faltaba nada. Su vida era perfecta tal y como era. Pero ese constante golpeteo en la puerta de entrada interrumpía su perfecta vida.
Por fin llegó. Su delicada mano se extendió hasta posarse en el dorado picaporte de bronce divinamente lustrado. Ella no limpiaba; por supuesto que no. Para eso tenía mucama. Pero esa noche los empleados estaban de franco. 
Ella odiaba los quehaceres de la casa. Y odiaba atender la puerta personalmente. Que quitaba estatus social. Se sentía degradada; como una criada.
Esa noche su marido no despertó y se encontraban solos en la casa. Tenia que abrir, debía atender al huésped aunque pensaran en ella como una sirvienta, una vulgar empleada doméstica.
Inhaló profundo, hasta llenar sus pulmones del húmedo aire primaveral, aquel que se respira en las tibias madrugadas de la florida estación. Y, al tiempo que su mano giraba el mecanismo  que abriría la puerta de entrada, los golpes cesaron casi aal unísono. De inmediato el silencio se esparció por todo el espacio circundante, llenándolo por completo. Las personas apostadas en el pórtico de la casa se miraron absortas.
Ella les habló, pero nadie parecía escucharla. Ninguno parecía siquiera verla. Desesperada ascendió raudamente las escaleras hasta su lecho. Despertaría a su esposo para que la auxiliara.
Horrorizada contempló una habitación vacía, enmohecida y desvencijada.
Tarde reaccionó al darse cuenta que la intrusa en aquel triste caserón de Barracas era ella misma, aferrada a una vida que no pudo ser. Aún hoy los muchachos se animan a golpear la puerta de la vieja casona para comprobar que, 20 minutos luego de la medianoche, el picaporte de aquel derruido portalón gira hasta destrabar el cerrojo e invitarlos a ingresar. Su traslúcida anfitriona,  de deshabillé floreado y cinturón rosa flota, horrorizada, ante sus incrédulos ojos.

Fin
L.K.Rodriguez

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