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Ninfa de Fuego


Su vista navegaba en el inmenso horizonte, mientras su mente zozobraba entre pensamientos sombríos y marchitos.

¿Cómo lograría resolver aquel embrollo?

Lo desconocía; y cada minuto que transcurría la colocaba inevitablemente más cerca del atroz final.

Ni mil vidas pasadas, presentes, o futuras, hubieran preparado a su frágil cuerpo para el reto que, tan vehementemente, atravesaba transversalmente aquel punto preciso, en la diminuta línea de tiempo que representaba su triste existencia.

El destino es caprichoso; todos sabemos eso. Cuando se lo propone se empeña por ser esquivo, se mantiene inalcanzable, y con gestos altaneros te lo imaginas mirándote con desdén y asco, por el rabillo del ojo. Otras arremete con toda sus fuerzas, viola tu ser entero, transformando tu existencia para siempre. Puede que para bien, puede que para mal; lo real es que el destino hace, hizo, y hará, constantemente  lo que se le antoje.

Aquella tarde no sería la excepción. Samantha había permanecido escéptica de su destino desde niña, negando el mismo atardecer que la encontraba sin salida. Las ideas para torcer su ventura escapaban hábilmente de su mente, condenándola al designio de sus ancestros.

¿Quiénes eran ellos para coartar su libertar? ¿Por qué no poseía el libre albedrío para decidir sobre su futuro?

Lo había intentado todo; absolutamente todo a su alcance para evitar tal gracia. Odiaba tener que recibir esos “dones” para dedicar su vida a la servidumbre en favor del bien común.
“¿Qué bien común era más importante que el propio?” se atrevió a gritarle a su madre antes del solsticio de verano. Aquel exabrupto le costó diez azotes y una semana de ayuno y penitencia encerrada en el desván.

No era dueña de su vida. No podía decidir ni siquiera qué comer, que vestir y mucho menos qué leer o estudiar o pensar siquiera. Desde su nacimiento; gracias a una marca en el brazo que trató de arrancarse tantas veces; su vida no era suya, sino de la comunidad. Debería sentirse gozosa de ser la elegida para tal honor, el servir a su comunidad, perpetuando su especia. Le habían enseñado que la existencia de toda la aldea dependía de la elegida y su vocación de servir al bien común.

Ella no estaba de acuerdo. No quería tal honor. No anhelaba tal sacrificio. “¡No es justo!” se repetía una y otra vez.
Sin embargo nada podía ya hacer. Amarrada al altar de pedernal, sus labios sellados con una delicada costura de cruces, sus brazos estirados por sobre su cabeza cubierta de rosas y espinas, aguardaba su inevitable destino. 
Sólo podía mover su cabeza, que prefirió mantener ladeada para perderse en aquel bello atardecer.

“En verdad es hermoso este atardecer” pensó; mientras, entre versos paganos, el sacerdote destrozaba su pecho con la punta de un eslabón hasta alcanzar el pedernal, creando las chispas necesarias para consumirla en el fuego sagrado de la pila del dios Belenus.

Mientras la vida abandonaba su frágil cuerpo, de las cenizas Belenus la recibía en su reino, mientras pronunciaba las terribles palabras, aquellas que Samantha temía más que a su propia muerte – Ven amada mía; tú serás mi consorte y esclava por cien años; hasta el nacimiento de la siguiente elegida. Por mi gracia y tu sacrificio tu aldea prevalecerá una centuria más-

Sin embargo su mente quedaría atascada en aquel bello atardecer, donde aún navegan sus sueños de torcer los designios del caprichoso destino.

Fin
L.K. Rodriguez

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